Al rojo vivo!

La exposición de Renata Schussheim, en el Centro Cultural Recoleta de Buenos Aires, es un universo construído por el cruce de artes plásticas, escénicas y visuales, la música y el rock, distribuido en tres salas que utilizan nuevas y viejas tecnologías.

Agathe Gonzalvez (Lic. en Periodismo, alumna de intercambio)

Al rojo vivo es una muestra de Renata Schussheim (fuente: Centro Cultural Recoleta)

“Fetiche de sí misma, Renata Schussheim es una viuda negra enredándose cada vez más en las telarañas con que también envuelve sus comparsas y personajes a quienes, por fatalidad de su condición, ama y devora hasta la última partícula de sustancia. Un ser terrible de belleza, amor y dulce ferocidad”.

Así describió Vinicius de Moraes, el músico y poeta brasileño, a Schussheim, pintora, diseñadora, escultora y escenógrafa, que actualmente tiene su muestra en el Centro Cultural Recoleta y la visitamos con Asterisco.

En el ingreso a la exposición figura escrito, sobre una pared blanca, el nombre de la artista y su obra: Renata Schussheim, Al Rojo Vivo!. A continuación, se atraviesa una sala sumida en la oscuridad. A través de la puerta ya se oyen fragmentos de música experimental, que acompañan acertadamente los primeros pasos del espectador en el fantástico mundo de la artista.

Una primera aparición: un maniquí de modelado realista encaramado en una plataforma que gira lentamente sobre sí misma. Se trata de una mujer, cuyo cabello pelirrojo, que recuerda la marca de la artista, combina con un vestido color sangre de estética medieval: falda larga abullonada, tela de terciopelo, corpiño de manga larga con escote arqueado que llega hasta los pechos de la criatura. El rostro serio de la maniquí está en sintonía con la música, ahora cargada con el ritmo profundo de tambores y cánticos lejanos, como una primera invitación a entrar en trance, a dejarse llevar.

Los maniquíes en la muestra de Schussheim en Buenos Aires

Justo detrás de ella está su gemela. Más andrógina aún, su torso está desnudo, su busto expuesto a las luces que acompañan su lento torbellino mientras rebota en pequeños espejos colocados sobre su cabeza, como flotando en el aire. La gravedad del momento, el gesto de abandono del segundo maniquí, la intensidad de las canciones que nos acompañan en nuestro voyerismo, la sabia dureza de los rostros modelados: es como si asistiéramos a un sacrificio.

La atmósfera de la exposición, el silencio que impone, la penumbra en la que están inmersos sus espectadores, le confieren el papel de voyeur: contempla sin ruido, sin ser visto.

Luego aparecen los dibujos. La mayoría son retratos de familias, mujeres, animales, mujeres-animales, que se proyectan sobre las tres paredes del fondo de la sala, moviéndose lentamente al ritmo de los tambores. Algunos están animados: un ojo que se cierra, lágrimas de sangre que corren por una mejilla, el aleteo de un abrigo en el espacio.  La suavidad de un peluche acurrucado contra el cuerpo de una mujer. Caras duras. El llanto. Sonriendo. Amándose, pensando, vigilándose, vigilándonos, mirándonos. Retratos vivos, en movimiento.

El movimiento. Quizá sea eso lo que tanto nos fascina, el movimiento, y la pérdida de conciencia que supone la pura contemplación del movimiento. De la lentitud. De la espera. Nos olvidamos de mirar, nos dejamos arrastrar, la música que acompaña nuestra mirada nos sumerge poco a poco en un estado meditativo. Dejamos que las vibraciones de estas canciones, que podríamos jurar que son himnos a las personas retratadas, nos envuelvan suavemente en un capullo acentuado por la penumbra.

Aquí, todo está en suspenso. Aquí, justo aquí, en esta gran burbuja, en este mundo un poco loco, pero sin duda menos que el que nos rodea, buscamos un respiro, un soplo, un momento suspendido en el tiempo. Hay una magia en los colores, los materiales, los rostros serios y la música, apenas distraída por las conversaciones de los demás espectadores.

Te sientes atraído. Como atrapado por el desplazamiento hipnótico de los retratos, el lento torbellino de los maniquíes, la sublimidad de los vestidos, la perfección del movimiento de un segundo.

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